Por Luis Pico
“Bienvenido a la Argentina”, me respondió un funcionario de Migraciones instantes después de que bajé del avión. Sus palabras, aunque fueran pocas, marcaron un antes y un después para mí.
Cargaba encima un cúmulo de emociones, del que no tomé noción hasta un par de horas después cuando llegué a casa y apoyé la cabeza sobre la almohada, agotado por un viaje de casi diez horas, una despedida familiar y los efectos de quien experimenta los primeros síntomas del desarraigo, del haber sido arrancado de raíz de su ciudad, sus costumbres y sus lugares de siempre… De su país.
En cuestión de poco más de una noche comencé a asimilar que no volvería a pisar la arena de las playas que frecuenté desde niño; tampoco regresaría a la cancha, mi cancha, en la que tantos ratos alegres –y otros no tanto– pasé con mis amigos viendo al equipo que ahora sigo por televisión. Y por si fuera poco, quizá sin darme cuenta, la pregunta “¿regresaré algún día?” me taladró la cabeza.
Pero no todo fue –ni ha sido– negativo.
En mi segundo día, cuando por primera vez recorrí el microcentro porteño, con la clásica visita al Obelisco y Plaza de Mayo que todo turista debe hacer cuando llega a Buenos Aires, respiré tranquilo. No era para menos, tenía motivos triviales como contemplar por primera vez el Teatro Colón, u otros más profundos como el hecho de tener como guía turístico a un ex compañero de celda que en prisión hablaba de Boca y tiempos pasados en los que había vivido por donde ahora caminábamos libres, sin miedo ni encerrados entre cuatro paredes. De hecho, nunca antes habíamos caminado juntos en la calle.
Realidades contrapuestas
Durante años me acostumbré a vivir en permanente estado de alerta. En Venezuela no es recomendable para periodistas, estudiantes ni ciudadanos comunes toparse con algún agente de inteligencia, contrainteligencia, policía o de la milicia, por lo que bajar la guardia era prácticamente una sensación nueva.
También lo era el hecho de toparse con una protesta frente a Casa Rosada o algún ministerio y quedarse tranquilo, sin temor a que de un momento a otro comenzaran a dispararles, corretearlos en motocicletas o que de la nada aparecieran tanquetas blindadas en el Centro de la Ciudad.
Una escena como la que contemplaba ahora, en Caracas es casi sinónimo de represión, que no escasea si se exigen derechos ante cualquier ministerio. Y solo empeora si algún grupo pretende plantarse cerca –ni siquiera a las afueras– de Miraflores, donde en el mejor de los casos solo los tildarán de golpistas, pues no sería noticia nueva que los llevaran detenidos y los acusaran de traición a la patria, alteración al orden público u otro delito por el estilo.
Para los periodistas la suerte no es muy distinta: verlos merodeando por allí puede acarrearles una detención “por no tener permiso” o que los muros se les hagan infranqueables porque eso de verlos “cubriendo la fuente” suena a eufemismo debido a que tienen terminantemente prohibido el acceso a los jardines o pasillos para hacerle preguntas a algún funcionario, o esperar la salida de un auto, como suele verse en torno a Casa Rosada.
De cifras oficiales, boletines o balances sobre tópicos como inflación, pobreza o desempleo tampoco puede hablarse en términos gubernamentales. Que un organismo como el Indec publicara esos índices en vísperas de una elección presidencial para reconocer que empeoraron el desempleo o la inflación –como siempre terminan notando los ciudadanos– hubiera sido tan inesperado como peligroso, pues a quienes hubieran salido a dar la cara probablemente pudieran terminar presos y acusados en televisión por ser partícipes de un boicot o propiciar una guerra económica.
Si de medios de comunicación se trata las cosas también son complicadas. Resulta sencillo gritar que se ejerce y adora la libertad de expresión, como es legítimo que los periodistas se defiendan si sienten que sufrieron algún agravio durante el ejercicio de sus labores.
En el caso de Venezuela, cuando era niño y ni se me pasaba por la cabeza alguna carrera para cursar en la universidad, vi cómo cerraron por una decisión personal un canal de televisión. Con el paso de los años hicieron lo propio contra cientos de emisoras de radio regadas por todo el país. Y ya cuando ejercía para un diario –en la web– cubrí directamente la clausura de otras radios, escribí sobre las denuncias de periódicos que cerraban por quedarse sin el papel que únicamente puede distribuir el gobierno y experimenté con asombro el bloqueo contra portales web, incluido en el que trabajaba, por lo que eso de cambiar un canal de televisión si no me parece coherente en sus informaciones, cerrar la pestaña de un portal que no me parezca fidedigno y simplemente escoger otro fue otra sensación nueva, de pleno ejercicio y goce de la democracia, ese sistema que con todo y sus defectos, si algo no funciona puede ser corregido, especialmente si todos los que pensamos distinto nos hablamos a la cara en una misma mesa y no tenemos que huir, ser perseguidos o pisoteados solo por tener esta o aquella diferencia.
Y aunque siempre aspiré a vivir en democracia dentro de mi país, del que hace pocos años nunca imaginé tener que salir en condiciones como las que me tocaron, no fue hasta que llegué a la Argentina cuando pude experimentar, por primera vez en carne propia, lo que es vivir en democracia.
Autor: Luis Pico es periodista venezolano en Argentina. Ex preso político de la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela. Creo que solo en democracia podremos vivir en paz y libertad.
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