Por Leonardo Pierucci
La ley de financiamiento educativo, sancionada en diciembre de 2005, establece que el presupuesto educativo nacional debía ir incrementándose progresivamente en los cinco años siguientes hasta llegar al 6% del PBI.
Esta decisión del Congreso Nacional, promovida y festejada por los gremios docentes y por la que el entonces gobierno se golpeaba el pecho, suponía la duplicación del presupuesto en educación para el año 2010 ya que, al momento de votar la ley, el mismo rozaba el 3% del PBI de esa época.
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Muchos entendieron este episodio como bisagra para la mejora de la infraestructura escolar, de la disponibilidad de material didáctico, del incremento del salario de los trabajadores de la educación y por ende, de un impacto positivo en los aprendizajes de los alumnos. Pero lo cierto es que en los 15 años siguientes todo ello empeoró hasta ponernos en esta situación actual que debe ser la peor en los 138 años de vida que lleva el sistema educativo argentino desde la sanción de la ley 1420.
En números, el presupuesto educativo de la Provincia de Buenos Aires para 2022 es de $915.000.000.000 (novecientos quince mil millones de pesos) que se aplica sobre un universo de 2.200.000 alumnos que concurren a las 15.815 escuelas públicas de gestión estatal de los distintos niveles de educación. Es decir, que el gobierno provincial gasta mensualmente cerca de cinco millones de pesos por escuela y $ 36.000 por alumno.
Con este dinero, que administra y distribuye exclusivamente el gobierno sin ninguna participación de la comunidad educativa en la toma de decisiones, el estado debería garantizar la manutención de los edificios, la compra de material didáctico y los salarios del personal.
Paralelamente, una escuela privada de la localidad de Sarandí (Avellaneda) que no percibe aporte estatal alguno, cobra $18.000 pesos de cuota escolar (la mitad de lo que gasta el estado provincial por alumno) y con ese ingreso, además de ocuparse los tres ítems descriptos en el párrafo anterior, paga impuestos y obtiene un interesante lucro para su propietario.
A ojos vista, parece quedar claro que el tiempo de debatir sobre la necesidad de mayor presupuesto educativo ha terminado y el argumento de que las escuelas estatales no funcionan por el bajo financiamiento está completamente agotado.
¿Cómo le explica un padre, que va al bingo todos los días, a sus hijos que el dinero de su salario no alcanza para comer? No hay manera.
En vez de discutir cuanto se gasta en educación sería conducente empezar a debatir seriamente como se gasta, quien debería gastarlo y en qué.
El presupuesto educativo no puede considerarse inversión en todos los casos. Debemos entender, de una vez y para siempre, que solo podemos considerarlo como tal si tiene impacto en los aprendizajes, sino habrá que llamarlo gasto por poco popular que suene.
El estado provincial, parado en la centralidad de todas las decisiones presupuestarias e intentando adivinar las necesidades de cada institución educativa, ha alcanzado un nivel de fracaso preocupante. Por lo tanto, es momento de discutir como sustituir la incapacidad de esta centralidad omnipresente en materia educativa donde se gasta mucho, se despilfarra mal y no se han podido garantizar ninguno de los tres objetivos que se ha plateado el universo educativo para este siglo: la Inclusión, la universalización y la calidad educativa.
Para empezar a desenredar el ovillo, deberíamos preguntarle al conjunto de familias que manda a sus hijos a la escuela pública; “¿Qué haría si el estado le otorgara $20.000 para invertir en la educación de su hijo?. La respuesta mayoritaria la conocemos: “Lo mando a una escuela privada”.
¿Qué significa esto? Que el presupuesto no está impactando positivamente en las mejoras de la escuela pública y que, a consecuencia de ello, la gente llegó a la conclusión de que el estado, por buenas o malas intenciones que tenga, nunca va a poder brindar un servicio educativo de calidad.
Para intentar encausar este despropósito presupuestario que impacta decididamente en el descalabro pedagógico que vivimos, algunos hablan de la necesidad de implementar un sistema por el cual el estado subsidie la demanda y no la oferta educativa: el voucher educativo o bono escolar. Es decir, que el estado asigne a cada escuela una partida presupuestaria relacionada con la cantidad exacta de alumnos que tiene.
La crítica superficial de algunos a esta idea de subsidiar la demanda es su perfil neoliberal por lo que cabe preguntarnos: ¿puede haber algo más neoliberal que esta escuela actual que excluye, que no garantiza aprendizajes ni terminalidad de nivel y que dista kilómetros de brindar una calidad educativa razonable?
Con o sin voucher, creo que la solución a este drama profundo es dar los debates necesarios para democratizar la toma de decisiones, es decir, correr al estado de un rol que no ha sabido ni podido cumplir por años y otorgar a las instituciones educativas el mayor porcentual de autonomía posible tanto en materia presupuestaria como en la gestión pedagógica.
Para ello debemos resignificar el concepto de comunidad educativa hacia adentro de cada servicio a través del otorgamiento de la libertad de decidir cómo, cuándo y en que invertir el presupuesto y de construir su propio proyecto institucional sin injerencias gubernamentales directas ni proyectos enlatados y estereotipados que lo único que han generado es fracaso escolar, falta de interés, adoctrinamiento partidario y despilfarro del erario público.
Al gobernador y a los k no les interesa la educación. MUCHOS DE ELLOS INCLUIDO KICILLOF,no tienen cultura. Es lamentable que ni siquiera manejan el lenguaje oral.No espero mejoras con esta gente.
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