LA ESCUELA PÚBLICA Y LOS DOS PERONISMOS

Por Leonardo Pierucci

En octubre de 2018, el extraordinario poeta y trovador cubano Silvio Rodríguez cantaba “…sé que el pasado me odia y que no va a perdonarme mi amor con el porvenir”. La escena ocurre en pleno conurbano bonaerense, en la ciudad de Avellaneda, y miles de militantes del Frente de Todos (de diferentes procedencias políticas) aplauden al final de la canción “Nunca he creído que alguien me odie” a la cual pertenece la citada frase.

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Curiosamente, una de las asignaturas pendientes de la facción política que gobernó Argentina dieciséis de los veintidós años que lleva este siglo es el compromiso con el futuro y la planificación de un país a largo plazo que incluya un correlato educativo.

En una gestión provincial (especialmente en el Conurbano) donde reina la miopía cortoplacista se aplaudía a rabiar a quien, desde un escenario político partidario, vociferaba todo lo contrario a lo que hoy se viene llevando a cabo.

Algunos hablaran de cinismo, otros de doble discurso entre el título de la noticia y la descripción posterior de la misma, pero yo prefiero interpretarlo como una profunda dicotomía que tiene el Peronismo gobernante actual al momento de pensar el país y, más específicamente, el modelo de escuela pública de gestión estatal.

De un lado de la soga, el Peronismo tradicional que históricamente ha despreciado la escuela pública como motor de transformación social y, en general, ha anunciado más títulos de portada que realidades, que ha gastado mucho e invertido poco, que reniega de las estadísticas como punto de partida de cada decisión y que no le molestaría que las escuelas estatales del conurbano sean hogares de día donde se aprenda a hornear pan y a coser a máquina.

Del otro lado, en minoría y con una debilidad conceptual notoria basada en haber estado 18 años tomando agua de la misma fuente que sus socios políticos, está esa izquierda intelectualmente intransigente pero operativamente flexible que integra la coalición gobernante actual, acarreando un pasado en el que se ha mostrado creyente en la secundaria obligatoria, en que un chico que termina la escuela va a tener más posibilidades que uno que no lo hace y, más allá de no tener muy claro el cómo, que el estado debe involucrarse en mejorar la propuesta educativa estatal como una actividad central de la gestión de gobierno.

La soga esta tensa. La disputa, que va a ser cada vez más dispar, sería un espectáculo para pagar entrada de no ser porque el entramado tiene un nudo en el medio enlazado al cogote del sistema educativo que ya no resiste más tensión.

El problema mayor que tienen aquellos sectores minoritarios de, llamémosle, izquierda para cinchar dentro de la estructura gobernante es esa idea de jugar al toque y a ras del piso en el campo de juego del estadio “Juan Domingo Perón” que, históricamente, siempre estuvo lleno de pozos y plagado de tramperas. Así el poderoso Peronismo tradicional juega en ventaja su desparejo partido de local en un Conurbano que conocen al dedillo.

Mientras la coalición gobernante resuelve sus diferencias ideológicas (o bien las negocia), la escuela pública sigue abandonada, sin proyecto y con un presupuesto malgastado y generalmente sub ejecutado.

Rodeada de un entorno normativo muy favorable integrado por la Ley de Educación, la Ley de Financiamiento, el Reglamento de Instituciones Educativas y varias resoluciones de Consejo Federal, la educación estatal naufraga por las malas decisiones, la improvisación constante, la ideologización absoluta de lo que pasa en cada aula y la ausencia total de un paradigma apoyado en planes y programas. Lo que hemos dicho infinidad de veces, con la ley no alcanza para provocar cambios.

En el periodo que va desde la sanción de la ley 26.026 que establece la secundaria obligatoria (2006), y a contramano de los enunciados oficiales, el estado ha permanecido ausente en materia educativa aunque se nos quiera hacer creer lo contrario.

La primer ausencia es la inacción estatal para garantizar la asistencia de todos a los niveles primario y secundario porque si bien la citada ley establece la obligatoriedad de ambos niveles, no hay sanción establecida para los padres que no envían a sus hijos a la escuela ni oficina estatal para denunciar semejante atropello a los derechos de los niños y donde la hay, no dan respuesta alguna.


A este estado pobretón, que desprecia el mérito y practica una especie de socialismo pedagógico en el que los hijos de los funcionarios no están incluidos porque van a escuelas privadas, tampoco le interesa volver a exigir la asistencia regular de los chicos a las escuelas para que los padres puedan cobrar la asignación universal. ¿Por qué? Porque “la AUH es un derecho” como si acceder a una educación de calidad también no lo fuera.


Tampoco se ha interesado este estado canuto e impertérrito por actualizar los diseños curriculares, ni por la bajísima terminalidad del nivel secundario y menos aún por un programa concreto que facilite el tránsito entre los niveles.

Para el peronismo histórico, invertir en educación significa arreglar y construir edificios, regalar netbooks, obsequiar bicicletas y garantizar el kit escolar, lo que es algo así como ponerle gomas nuevas, nafta premium y darle una mano de pintura a un automóvil que no arranca porque tiene el motor fundido. Ellos mandan y los sectores minoritarios autodenominados progresistas aceptan mansamente enarbolando proclamas al aire y a sabiendas que, si decidieran reaccionar, la batalla está perdida de antemano.


NO AL PASE SANITARIO EN LAS AULAS


La realidad no miente. En el Conurbano, donde manda el Peronismo de las “alpargatas si, libros no” y los docentes están cooptados por la burocracia estatal y gremial, la escuela pública está en ruinas. En el interior de la Provincia, donde en cambio las instituciones son sostenidas y monitoreadas por la comunidad, funcionan y dan respuesta pedagógica a los alumnos y sus familias.

Si vamos a aplaudir a Silvio Rodríguez, podríamos tomar algo de la educación de excelencia que forjo el pueblo cubano por décadas, o tal vez elaborar un decálogo de “ojalas” a largo plazo que nos gusten a todos y centrarnos en cumplirlos. De esta manera quizá nos empecemos a reconciliar con aquella idea de que un niño que va sano a la escuela es un acto de justicia y no una concesión caritativa del mismo populismo que no puede garantizarle ni siquiera aprender.

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