Por Leonardo Pierucci

En diciembre de 1999 y con el masivo disgusto de parte de su propia fuerza política, Fernando de la Rúa designaba a Juan Llach como Ministro de Educación de la Nación. ¿Cuál era el origen de ese rechazo profundo? Que el flamante ministro proponía llevar la educación a un sistema de vouchers y escuelas charters con el objetivo de focalizar el presupuesto educativo, subsidiar la demanda, democratizar el acceso y elección de las familias y dotar de mayor autonomía a cada institución.
En medio de las masivas críticas de propios y ajenos, muchos docentes de aquellos años veíamos en Llach al ejecutor de un peligroso modelo que iba a generar mayor desigualdad en las escuelas, menor capacitación docente, fuerte empeoramiento de la calidad educativa y un deterioro progresivo en la intelectualidad de la formación superior y universitaria apoyados en nuestra creencia de que, sin el estado omnipresente de por medio, todo podría ser peor.
También podés leer: Mañana puede ser demasiado tarde
Más aun creció nuestra preocupación cuando el flamante ministro anunció que, paralelamente al ingreso de Argentina a las pruebas PISA, se iba a crear el Instituto Nacional de Calidad Educativa. –¿Qué es la calidad educativa?– Nos preguntábamos socarronamente. Pregunta tan pero tan difícil que, diecinueve años después, y gracias a una conversación con Paulina Araneda (por entonces Presidente del Consejo de Calidad Educativa de Chile) le encontré una respuesta rápida y concreta en un minuto y medio.
Juan Llach renunció a diez meses de haber asumido, su proyecto cayó al precipicio y todo lo que nosotros imaginábamos que iba a pasar si se ejecutaba su revolucionario plan, sucedió peor aun con la escuela pública cooptada y tutelada por la burocracia gremial y estatal.
Cinco años después, el anuncio de la Ley de Financiamiento Educativo propiciada por los gremios docentes iba a duplicar el presupuesto para las escuelas con la finalidad de mejorar la educación. Al poco tiempo, nos dimos cuenta que el problema no es cuanto se gasta sino cómo y en qué, porque si le quitamos a cada escuela la posibilidad de elegir gastar en lo que precisa (en vez de que el Estado lo haga) es muy difícil que ese aumento de presupuesto tenga impacto en las trayectorias de los alumnos y en la calidad de la enseñanza.
Los aceptables resultados de aquellas primeras pruebas PISA del año 2000 fueron empeorando hasta la expulsión en 2016 cuando la OCDE demostró científicamente que, el año anterior, el gobierno de Cristina Kirchner había hecho trampa para mejorar los números del país que, de por sí, igualmente eran bochornosos.
La situación fue denigrante por donde se la mire, las tapas de los diarios daban cuenta del “papelon argentino” y CTERA acusaba de la “infamia” a Macri, al poder económico internacional y a los medios hegemónicos.
Las escuelas precisan autonomía. Autonomía financiera para decidir los gastos con un presupuesto estatal que subsidie la demanda y no la oferta, autonomía pedagógica para adaptar su propuesta a las necesidades del entorno con una moderada a leve intervención de entes centralizados y autonomía progresiva de un estado que si no puede administrar exitosamente una estrategia de testeos y vacunación menos aun va a poder con la inmensidad del sistema educativo.
¿De quién es la escuela pública? ¿Quiénes fueron los conservadores en materia educativa en los últimos 20 años? ¿No es acaso la escuela quien nos enseño a todos que si algo sale mal hay que buscar maneras distintas de resolverlo?
De 2003 a la fecha, el éxodo de alumnos de escuelas públicas hacia las privadas en la Provincia de Buenos Aires fue masivo y notorio. ¿Tiene sentido seguir blindando un sistema fracasado que daña la vida futura individual y colectiva de los argentinos solo por un capricho ideológico de cabotaje?
Juan Llach tenía razón y nosotros no teníamos ni la menor idea.
Un comentario en “¿De quién es la educación pública?”