Por Sebastián Re
El maltrato y el racismo sobre las minorías étnicas no es de hoy, pero lo que ocurrió a finales del mes pasado en los Estados Unidos es el desenlace de un cúmulo de acontecimientos que se estuvieron germinando en el seno de la sociedad estadounidense durante décadas.
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Un agente de la policía de Minneapolis, Estados Unidos, asesinó a finales del mes pasado, ante la mirada de todos los presentes, a George Floyd, un ciudadano afroamericano sometido y desarmado. El hecho fue grabado por los cientos de manifestantes que se habían dado cita en la protesta y observaban través de los lentes de la cámara cómo las fuerzas públicas del orden hacían uso y abuso de su autoridad.
Este evento generó y, aún hoy genera, el rechazo e indignación masiva de miles de ciudadanos estadounidenses y personalidades destacadas del arco político mundial que ven como en el país de la libertad y la defensa de los derechos individuales se ven sistemáticamente vulnerados los Derechos Humanos.
Pero, ¿qué se hizo para llegar a esta situación de extrema violencia? ¿Cuáles fueron los hechos que terminaron en este tan trágico descelance?
George Floyd era un ciudadano afroamericano que se había dado cita el pasado 25 de mayo a una tienda para comprar cigarrillos con un billete falso de 20 dólares. Al darse cuenta que el billete era falso, el encargado del local intenta recuperar la mercadería sin éxito, por lo que se ve obligado a llamar a las fuerzas públicas del orden. Poco después, los oficiales de policía llegan al lugar y observan a Floyd dentro de su automóvil con los cigarrillos y bajo los efectos del alcohol. Según sostuvieron los oficiales que acudieron al lugar, Floyd no quiso bajar.
Lo que siguió es demoledor. Los policías esposaron a Floyd y lo sometieron en el suelo. Uno de ellos, Derek Chauvin, se inclinó y presionó, usando toda su fuerza, el cuello del hombre afroamericano con su rodilla. Floyd, claramente desesperado y al borde de la asfixia, sollozó por su madre, suplicó y dijo en repetidas ocasiones que no podía respirar. Seis minutos después, Floyd perdió el conocimiento. Pero ni así retiró Chauvin su rodilla del cuello del hombre inerte acostado en el pavimento. Chauvin siguió presionando su cuello durante casi tres minutos después de que el hombre había dejado de moverse.
El rechazo, la indignación y la violencia que se están dando en varias ciudades capitales de los Estados Unidos, a partir del caso de George Floyd no se explican si no se considera la notable violencia que sistemáticamente ejerce la policía en ese país contra su población afroamericana. El sesgo y el extremo racismo policiaco en aquel país están perfectamente documentados y en buena parte de los casos los policías implicados quedan impunes. Por increíble que parezca, a pesar de la evidencia, el policía que asfixió a Floyd en principio únicamente fue “removido” de su cargo. Fue solo después de las protestas que el hombre fue arrestado.
La magnitud de las protestas no se entiende si no se considera este contexto. Y es que el uso excesivo de violencia de las policías en Estados Unidos contra la comunidad afroamericana, incluidos los asesinatos a personas desarmadas, suele quedar impune.
Además, la repetida súplica de Floyd sobre su imposibilidad de respirar trajo de vuelta la memoria del caso de Eric Garner, un afroamericano asesinado por la policía de Nueva York en 2014 cuyas últimas palabras fueron justamente “no puedo respirar”. La frase se ha convertido en una metáfora de la forma en que la policía en aquel país asfixia con su comportamiento sesgado y racista a la población afroamericana.
Pero, a esto también hay que sumarle la forma en que las instituciones en general impiden a ese sector de la comunidad otras formas de respiración. Por ejemplo, la población afroamericana está subrrepresentada en las universidades y escuelas y en puestos directivos. Lo que es peor, desde 1980 no hay una tendencia positiva en ese sentido. Además, esta población tiene altos índices de marginación y pobreza, lo que hace que el Covid-19 le esté afectando desproporcionalmente. Es decir, Estados Unidos no ha podido o no ha querido cerrar esta brecha y saldar su deuda histórica con las personas negras. Es que, ser persona de color en Estados Unidos es sinónimo de exclusión y marginalidad. Un sector de la población en el que hace solo 50 años se le garantizó el voto y que en su mayoría, sigue siendo parte del eslabón más bajo de la jerarquía social. Un tercio de las familias afroamericanas aún siguen viviendo bajo la línea de la pobreza y la mitad de los afroamericanos que nacen pobres se mantendrán pobres a lo largo de su vida.
Hoy, por cada dólar que gana una familia blanca, una afroamericana percibe 49 centavos, diferencia salarial que se ha sostenido increíblemente rígida tras la abolición de la esclavitud hace poco más de 150 años y que ha venido acompañada de una persistente segregación racial, en donde los barrios en lo que habita un afroamericano promedio está compuesto en un 45% por población negra. Esto es llamativo, considerando que la población negra es un 13,6% del total en el país.
Desde una mirada hacía el futuro, mas allá de los números, el progreso en torno a la igualdad racial debe entenderse desde una mirada a largo plazo, tomando en consideración también las actitudes de las nuevas generaciones a lo largo del espectro político, racial y social.
Tal como aseguró Barack Obama siendo presidente: «Después de mi elección se hablaba de un Estados Unidos post-racial. Y tal visión nunca fue realista», por lo que primero «los corazones deben cambiar y no van a cambiar de la noche a la mañana. A menudo, las actitudes sociales llevan generaciones para cambiar».
De ahí que, políticas públicas y educación deben tomar las riendas para revertir el aumento de mitos, prejuicios y de grupos racistas.