Por Luis Pico
Acostumbrado como estaba a ir a la cancha cada domingo con sus amigos, Diego se sumerge en ese partido inolvidable contra Gimnasia y Esgrima como si se tratase de un oasis en mitad del desierto. Por un lado se alivia, se transporta a una atmósfera que combina adrenalina con alegría. Se recrea a sí mismo celebrando aquél misil de Carlitos Tevez con el que Boca le dio vuelta a la Superliga en la última jornada para bordarse otra estrella mientras en Tucumán, River moría en la orilla luego de pasar las últimas semanas aferrándose en vano al liderato.

Diego sonríe. Le dan ganas de buscar una bandera para ponerse a cantar y saltar en el living de su casa como si estuviera en La Bombonera. Pero desiste de la idea. Lo que de a ratos le hace olvidar el tedio del encierro, por momentos le reabre la herida que le supone no haber visto más fútbol en vivo, no porque ahora estuvieran en pretemporada, sino porque por el maldito coronavirus, simplemente, ahora no se puede jugar al fútbol.
Su caso no es aislado. Tumbado en el sofá, con los audífonos al máximo de volumen, Gonzalo recuerda el concierto de su banda favorita, a la que vio en un estadio recién inaugurado en Buenos Aires a finales de 2019. Y aunque en su mente trata de acercarse en la medida de lo posible a la experiencia de aquella noche, la nostalgia y la tristeza lo invaden cuando entre sus manos contempla el boleto del festival al que iría en marzo y que también se postergó poco antes de la cuarentena.
Puede que ir al fútbol o a un concierto no sea la salida más común. Pero Paola también se perturba a la espera de poder ir con sus amigos del trabajo –a los que resisten, pues ya echaron a dos para recortar gastos– para sentarse, como en tantas otras tardes, a tomarse un café mientras repasan la semana o planifican una salida para el próximo fin de semana.
Diego, Gonzalo y Paola no se conocen. Ninguno sabe de la existencia del otro. Sin embargo todos se sienten abatidos, como si estuvieran conectados mental o emocionalmente. Lo que alguna vez dieron por sentado, por seguro, como si siempre fuera a estar ahí, al alcance de sus manos, de repente les fue arrebatado. Y nada volverá a ser como fue.
Por doloroso que les parezca, sin previo aviso, todo cambió para siempre. La fecha exacta la desconocen. En China marcarían diciembre de 2019 o enero de 2020 en el calendario. En Europa probablemente le apuntarían a marzo. Y de este lado del mundo, en el sur del sur de América, ¿finales de marzo? ¿Principios de abril? Elegir una fecha unánime resultaría prácticamente imposible. Cada uno llevaba su vida por separado, con su rutina más o menos complicada, tediosa o placentera según el caso. Pero todos coincidirán, no obstante, en que todo se nos ha ido a la mierda.
Tres o cuatro meses atrás –dependiendo de dónde se estuviera– Diego, Gonzalo y Paola estaban sentados a la mesa, unos con sus familiares, otros con sus amigos, festejando la Navidad, trago en mano, por supuesto, y con una libreta mental en la que iban preparándose para cumplir las metas de la nueva década/decenio. Y ahora muchos de esos planes se esfumaron, se postergaron, en el mejor de los escenarios, se trastocaron.
Y mientras lo asimilan, en el trajín sobrellevan el encierro como pueden. Algunos cuentan los días, arrancan hojas al calendario, andan en cuenta regresiva. Otros intentan “no darle bola” al asunto. Buscan la manera de ponerse al día con el ocio de turno –tengo tantos capítulos sin ver de esta serie, puedo retomar el libro que dejé por la mitad–. Dichosos ellos, que al menos tienen una casa en la cual estar, no les ha tocado hacer magia para evitar un desalojo de su casa, tampoco exponer la piel y el pellejo en la guardia de un hospital por haber estudiado medicina; ni recogen la mierda y la basura, o atienden la fila interminable de clientes que desbordaron los supermercados en búsqueda de víveres para tener algo en la heladera y la despensa. Afortunados, pues.
En la vereda de enfrente no les cruje el estómago por el hambre, tampoco temen la llegada de un telegrama de despido. Pero a los hombres el estrés les tumba el cabello, a las mujeres las acelera a mil por hora. Desde arriba, los políticos contemplan, de algún modo, lo que sucede abajo, en el mundo de los mortales. Sentados frente a la pantalla en la que acaban de finalizar una telereunión, tratan de predecir la reacción y el efecto de las medidas que acaban de tomar para luchar contra el enemigo invisible.
“Falta plata por acá”, “No hay suficientes camas allá”, “Atiendan a estos, que también van a necesitar una mano”. Las listas de solicitudes no cesan, como sí lo hace el presupuesto, que amenaza con acabarse sin dar abasto para todos.
Con más o menos plata, tranquilidad, necesidad, confort, arriba y abajo el día a día los consume a todos. Los afecta, sin duda. Y una pregunta los carcome sin distinción: ¿qué vendrá más adelante?
Nada volverá a ser como fue
Algunos saldrán mejor parados que otros. Eso cree Agustina, una psicóloga que se frota las manos desde el sofá de su casa, donde ahora atiende a pacientes frente a la pantalla de su celular, la herramienta que se convirtió en el intermediario entre sus pacientes, con los que comparte una taza de café a la distancia, no como antes, sentados a una misma mesa, en la que galletas y chocolates eran dejados al final de cada entrevista.
Los regalos ya no le llegan directamente de las manos de sus clientes. Pero la plata para los dulces no se ausentó de su cuenta bancaria, que ha seguido llenándose pese a la parálisis que afecta a todo el país.
Tampoco es que descubriera a la gallina de los huevos de oro. Al igual que ella, personal trainner que antes se la pasaban encerrados en gimnasios, ahora mandan rutinas en sus redes sociales; los profesores dictan clases a sus alumnos, los abogados reciben peticiones para hacerle frente a los despidos masivos, y la del almacén hace poco que se afilió a las aplicaciones de dellivery para vender más con menos visitas, para prevenir contagios.
Nostálgico, un poco incómodo, Gonzalo ahora canta mientras ve a las bandas del festival vía streming, pues no quedó de otra para que los grupos pudieran tocar. Sobre la mesa del living, al lado de la laptop que sustituyó al estadio, un vaso de cerveza se va vaciando a la par de los tragos de sus amigos, que se pusieron de acuerdo para beber al mismo tiempo, cada uno desde su casa. Lo mismo intenta Paola, que ya conoce de memoria las tazas de las amigas con las que se cita a merendar online. Diego, entretanto, sigue sin ir a La Bombonera, que le parece aún más inmensa con solo 22 jugadores en el césped, los entrenadores a un costado y la popular vacía, a la que prefiere en silencio antes que con parlantes que reproducen los cantitos de la hinchada, esa gilada que sí implementaron en Europa para acalorar los partidos a puerta cerrada.
En esta dinámica que alguna vez ni se les pasó por la cabeza, Diego, Gonzalo y Paola han aguantado más de un año. Les parece bizarro, incómodo, pero no tanto como lo fue la Navidad de 2021 sin sus familiares, sin los abrazos, sin el ruido de las copas durante los brindis, ni los abrazos y besos de rigor, ahora prohibidos porque no se sabe.
Aquello que inició por dos semanas y luego se prorrogó otros 15 días finalmente siguió vigente durante el año. Miles, millones, lo pasaron muy mal. Los pobres, en principio, se hicieron más pobres. El discurso de igualdad no redujo la brecha, que se hizo más notoria cuando no pudieron acceder a internet para trabajar a distancia.
En la sede de Gobierno el Presidente se resignó a usar gorra, ya muestra su calva sin tapujos. Al igual que miles, millones, tragó grueso y se adaptó al nuevo mundo, ese que ya no luce temporal sino que se perfila a continuar cambiándonos en 2022, 2023, y anda a saber hasta cuándo. El pasado, como siempre, ya pasó.
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